Wednesday, May 16, 2007

Una familia modelo

En la central de camiones recuerda cada momento de su obra maestra. A las cinco de la mañana tomará el autobús hacia la capital. Por fin puede abandonar Uruapan, con la conciencia de haber hecho algo de lo que su familia estaría orgullosa. Has algo de tu vida, decídete; a tu edad ya eres un estorbo, les escuchó decir a diario.
Una idea lo perturba; tal vez no cerró bien la puerta. Alguien podría alterar su trabajo. Aún hay tiempo de volver y cerciorarse de que todo sigue en orden.
En su ciudad natal no lo recordarán por su nombre o su rostro, sino por su obra.
La cuadra está en calma y la puerta está cerrada. Sin embargo, prefiere entrar, asegurarse que todo continúe en orden.
Su creación está dispersa por la casa; las piezas de la planta baja siguen en su sitio. Revisa las del primer piso. Le vuelve la emoción; ojalá pudiera escuchar de nuevo a sus padres en el cuarto, el ronquido de sus hermanos en las habitaciones, los rostros de sorpresa y los gritos.

Thursday, March 22, 2007

Agape.

Yo no la maté.
Ese día me llamó en la noche, por ahí de las nueve.
- ¿Qué haces?, ¿pegado a las cobijas como siempre? —me dijo.
-No, llevo un rato despierto pero no me he levantado de la cama.
-¿A dónde me vas a llevar?
-¿A dónde quieres que te lleve? —le contesté.
-Primero al callejón por unos papeles.
-A lo mejor llego como a las diez y media.
-Hazle cómo quieras, siempre y cuando estés aquí antes de las once. El camello sale a dar su ronda a las doce. Empieza a moverte, maricón, que después se va a poner bueno.
-Oye… ¡Me cago en tu madre, Gigí! —eso no lo alcanzó a oír porque me colgó. Pero si no es por el encabronamiento, no me levanto.
Nos conocimos por internet hace seis años. Primero platicaba conmigo todas las noches. Después de tres meses de chatear, accedió a encontrarnos en la vida real. Entonces la conocí en serio; una mujer valiosa, no muy guapa pero inteligente, con voz de mando. Me incluyó en sus negocios al mes de que nos vimos fuera del mundo virtual. Comenzó a instruirme en todo lo relativo al secuestro expres, la extorsión telefónica y en poco tiempo hacía yo mismo las llamadas. Casi todo el dinero se lo quedaba. Nunca me dijo dónde lo escondía. Yo no tenía interés por el baro. Lo que siempre quise fue estar a su lado.
Gigí controlaba varias células. Conocía a casi todos los buenos, desde comandantes, ministeriales y matones hasta el mismo secretario delegacional. Era la mejor en el ramo. Lo más impresionante era su sencillez. No usó guaruras, ni tenía casa propia, ni coche.
Esa noche me llamó para hacer el amor y drogarnos. Le gustaba que la mordiera y le succionara la herida. La primera vez que me lo pidió no entendí porqué. Pues a nadie le gusta el dolor y menos que le quiten la vida, la sangre. Pero poco a poco le agarré gusto a la ceremonia. Era eso, una comunión. Dejaba que ella entrara en mi cuerpo, como la ostia. Dios dentro de mí, en mis venas; Gigí entre mi propia sangre y luego en el alma. Sólo que en la iglesia sí te dicen que Cristo te ama. Ella era más mística.
Después de darme un regaderazo, me preparé una lata de atún y salí con el coche. En el camino compré un seis de Tecate para tomarlo en lo que Gigí terminara de arreglarse. No había tráfico, con todo y escala hice veinte minutos. Al llegar toqué el timbre y chiflé desde la calle. Nunca se tardó en abrir, así que le pedí a Lilia, la vecina, que dejara treparme desde su patio hacia la ventana de la sala.
-Soy yo, no me vayas a pegar un plomazo.
Hablaba una vez adentró para no sorprenderla.
-Traje unas fría.
Me quité la sudadera y la puse junto con el seis sobre la mesa. Fui a la cocina porque escuché la cafetera, pero no había nadie. Estará en el baño, me dije. Pero no. De camino al cuarto, al doblar en el pasillo, encontré su cuerpo tendido en el suelo; tenía los ojos hinchados en sangre y la boca abierta como si fuera a dar un grito. Su rostro aún conservaba el miedo. Quise tocarla pero no pude moverme en un rato. Cuando me recuperé, salí corriendo. Entré en el auto y conduje hacia donde me llevó el impulso hasta que los nervios obligaron a detenerme. Aunque tenía miedo de que me inculparan no la podía dejar allí pudriéndose; ni debía permitir que aquello tan valioso se perdiera sin remedio. Yo creo que estuve media hora dentro del coche estacionado, conciliando mis emociones.
Pensé que la calle estaría de llena patrullas. No fue así. De todos modos dejé el auto a dos cuadras. La puerta del edificio estaba abierta, también la del departamento, tal como la había dejado. Cerré con llave y fui hacía el cuarto con la expectativa de toparme con el pinche asesino, pero sólo di con los restos de Gigí. Su cuerpo se tornaba azulado. Por primera vez se veía indefensa. Le apreté el cuello para ver que se sentía tener el control. Y la verdad hasta me dieron ganas de montarla; eso sí no pude. Hubiera sido otra mujer y a lo mejor me animo. Me entró una angustia insoportable. Entendí la situación, ya no me iba a responder nunca más. La perdía para siempre. Por fortuna se me ocurrió algo. La arrastré hasta el baño y la metí desnuda en la tina.
Me acordé de la Ágape, la fiesta del amor en la iglesia de Cristo; de la comunión que íbamos a tener esa noche, de la dicha que era llevarla por dentro. Corrí a la cocina. De camino escuché pasos fuera del departamento, así que coloqué la mesa contra la entrada. No podían interrumpir. Tomé un cuchillo y regresé al baño. Tocaron al timbre.
Primero pensé que cualquier parte serviría pero golpeaban desesperados; necesitaba escoger lo más efectivo. Me di cuenta enseguida: el útero, las trompas, los senos, tejido fértil. Comencé a cortar. La puerta del departamento cedió. Entraron gritando pero seguí con lo mío. Hinqué el cuchillo en el vientre sobre la pelvis cuando forzaban la puerta del baño. Después de la incisión introduje los dedos y saqué un pedazo. Lo engullí. Pero yo no la maté.

Monday, March 19, 2007

Jubilados


Después de andar por una hora, oficial y sabueso llegaron a la orilla de un acantilado.
—Hasta aquí nos trajo tu instinto. El lugar es adecuado par aun crimen: lejos de la ciudad, oscuro, frente a un despeñadero. ¡Por fin! Hace un año que no dábamos con una pista. Tanto policía patrullando las calles, toda esa propaganda de seguridad nos han quitado el trabajo. Así quién iba a necesitar un perro que predice desgracias. Un año sin asesinatos, sin suicidios, pero se acabó. ¡A la mierda con esos ignorantes que nos creían fuera del juego!, ¡hoy se muere alguien!
El can lo miró fijamente, con tristeza.
—Poco falta para que hables. No me sorprendería; un perro que olfatea crímenes antes de que sucedan y, además, habla. No estaría mal. Mañana, jubilados, ¿qué vamos hacer? Por lo menos si supieras cantar… Aunque podríamos abrir nuestro propio despacho: “Detectives privados: Winston”. Desde luego, llevaría tu nombre, al fin que eres tú quien hace la mayor parte; y con lo de hoy, ¡verás! Figuraremos de nuevo en primeras planas. Como al principio de nuestra carrera. ¿Recuerdas al niño del tinaco? Fue sonadísimo el caso; por poco lo resucitan, porque al sacarlo del agua estaba medio vivo. O aquella vez que encontraste al Inquisidor, sosteniendo los intestinos de su última víctima. Pobre jovencita. O la vez que desmantelaste la secta Titán en el momento justo en que ingirieron la cicuta.
El hombre continuó narrando con emoción, hasta el anochecer, los mejores casos donde el can hizo demostración de su maravilloso instinto.
—En fin. No entiendo que sucedió hasta hoy. Lástima que mañana nos retiramos. Por cierto, has escuchado el comentario de los otros detectives, ¿verdad? Sobre los animales que se jubilan. Sí. Dicen que lo mejor es sacrificar a los perros; que al cambiar de rutina no soportan la tristeza y mueren en depresión. Yo no creo en esos chismes. Los animales deben tener cierto grado de conciencia, pero dudo mucho que entiendan, como el hombre, cuando dejan de ser útiles. Incluso no estoy seguro de que comprendas lo que digo. No importa, además nuestra carrera dará un giro desde mañana. No te preocupes, compañero.
Avanzada la noche, un auto se acercó al acantilado. Sabueso y oficial corrieron a esconderse tras los matorrales, a un lado del mirador.
— ¡Lo sabía! A morir en batalla. Je, je. Mira qué emocionado estoy, y tú, ¿qué? Con esa cara parece que se acaba el mundo.
El auto se estacionó y apagó las luces. En el interior un joven y una chica conversaban con las ventanas cerradas.
—Esto es clásico. Primero la seduce con su labia, luego la manosea, se divierte; después, cuando ella se oponga a seguir, la violará y luego… se acabó todo para la niña. Deja anotar las placas.
El oficial sacó de su bolsillo unos binoculares.
— ¡No me jodas! ¡Esas son las placas de la hija del gobernador! Aunque mejor para nosotros. No podemos permitir que la maten. Pero mira, dejemos que la viole y luego entramos en acción. Así será más escandaloso… más publicidad, Winston, ¡publicidad!
El perro lo miró con ojos caídos durante largo rato hasta que el hombre volvió a hablar.
— ¡Carajo! Los vidrios se están empañando. ¿Cómo vamos a saber cuándo la quiera matar? Bueno, compañero, una vez más el caso es todo tuyo. Me haces una seña y entramos en acción. Pero recuerda: esta vez no la queremos muerta. No te me recargues en la pierna. Levántate. ¡Ponte listo! Y quita ese rostro de velorio que aquí nos jugamos nuestro futuro. O a caso los otros detectives tienen razón… los animales se deprimen. Anda, no querrás ir al veterinario. Eso es. Atento.
El oficial guardó los binoculares y amartilló su revólver.
—No se escapa.
Permanecieron en aquella posición una hora más. El conductor del auto prendió las luces y bajó la ventana dejando escapar del interior una nube de humo. En cuanto se disipó, los pasajeros tiraron sus cigarrillos y el carro se puso en marcha.
— Sí. Ahora viene la discusión en el camino. Y después regresarán. Sólo que uno de ellos en la cajuela. Nunca fallas; si me trajiste hasta aquí es porque huele a muerte. Ni modo. Por lo menos hay que detener al asesino. Acompáñame a ver qué dirección toman. Apresúrate. Allá van. Hacia la ciudad. Qué extraño. Deberían dirigirse al bosque; allí la mata y luego la trae al acantilado y la tira. Por algo estamos aquí, ¿verdad, Winston? Voy a pedir refuerzos. Aquí 8-4-5. Tenemos un homicidio en potencia.
—Aquí control. ¿El perro tiene algo? Cambio—. Le respondieron en la estación.
— ¡Desde luego! En el acantilado de Cerro Gordo. Cambio.
—En diez minutos estamos con ustedes. Cambio.
—Sean discretos que el asesino no ha vuelto, y me parece que la víctima es la hija del gobernador y van en su coche. Cambio.
— ¡Del gobernador! —gritaron en el radio. — ¡Tenemos que detener a ese automóvil! Mandaré de todos modos una patrulla al acantilado. Cambio y fuera.
Volvió a guardar el radio.
—Eso nos va estropear la propaganda, y nuestro último caso y nuestro despacho, y nuestra vida de detectives retirados. Winston, ¡soy un imbécil! Lo siento.
El oficial se llevó las manos al rostro y lloró un par de minutos frente al precipicio mientras su perro miraba la orilla.
—Sin trabajo, sin nada…
Una torreta iluminó el mirador de azul y rojo. La patrulla se detuvo y un policía descendió del auto con una jaula en las manos.
—Parece que tú sí tendrás un retiro digno, compañero.
El perro miró a su dueño caminar hacia el barranco, murmurando:
—Después de todo tienes razón: hoy se muere alguien.

Monday, September 04, 2006

El héroe y la heroína



Encendió un cigarro que después de tres fumadas apagó en el cenicero. Prendió una más. Tenía un termo con agua caliente y una matera a la mano. Había decidido no dormir en tres noches; necesitaba todo el tiempo para pensar. Dio un sorbo al mate y vertió más líquido. Mordía sus dedos ansiosamente, se alborotaba el cabello, veía el reloj. Pinche Gabriel, pensó; no, pendeja yo por dejarme embarcar. Sabían su número telefónico y que ella guardaba los paquetes. Dónde estará ese güey, de seguro ya se lo quebraron. Movió un poco las cortinas para ver si el coche blanco seguía en la acera. Ya no estaba. A lo mejor no era de ellos pero seguro la tenían checada. Prendió la lámpara de la mesilla y marcó el redial del teléfono. Apagó la luz. El número era de un celular; sonó dos veces y luego el buzón. Gabriel, no me hagas esto. Volvió a marcar, esta vez fue directo a la contestadora. Tocaron la puerta.

Camina por el pasillo, sin maletas, con su niño. Boletos en mano se dirige a la zona de registro. Toma lugar en la fila; se acomoda al crío y le remueve la manta del rostro, lo mira y vuelve a taparlo suavemente. Detrás suyo se forma una señora que carga a una niña.
— ¿Viaja nomás con su hijo? —escucha a sus espaldas.
Se vuelve con calma y le sonríe a la desconocida.
—Sí. De ida y vuelta, mi mamá se puso mala. Y como mañana tengo que ir al trabajo y Pablito a la escuela… Usted también viene sola.
—No, ahí anda mi marido. Se fue a sentar mientras llego al mostrador.
—Y por qué no le deja a la niña.
—Híjole, es que si la suelto, se despierta.
—Yo también prefiero que se quede dormido hasta que lleguemos.
— ¿Cuántos años tiene?
—Tres —le destapa de nuevo el rostro, le da un beso y lo vuelve a cubrir.
La fila avanza rápido. Al cabo de pocos minutos llegan al mostrador. La recepcionista pide los boletos y los registra en la computadora.
— ¿Va a utilizar dos asientos? Podemos hacer que le reembolsen el de su hijo, si gusta.
—No, está bien así. Por si acaso, para ir más cómodos.
Vuelve a descubrir el rostro del niño, se acerca para besarle la mejilla, pero algo llama su atención.
— ¿Tendrá un cleanex señorita? —una gota de sangre escurre de la nariz del infante. La encargada ofrece un pañuelo desechable.

Los golpes en la puerta no sonaban agresivos. Se asomó por la mirilla. No se veía a nadie. Retrocedió asustada. Volvieron a tocar. Corrió los seguros, dejando colocada la cadena y abrió.
—Danielito, eres tú. Espera un momento, voy a cerrar para remover la traba.
Corrió a la mesa y guardó los paquetes en una maleta. Me lleva la chingada, lo que me faltaba.
—Pásale. ¿Otra vez tu mamá se fue al salón?
—Sí.
—Híjole Dani, no tengo luz, no puedo ponerte una película, tampoco podremos armar rompecabezas —le dijo al pequeño, intentándolo persuadir. Cerró la puerta para evitar sorpresas.
—Bueno —avanzó hasta la mitad de la sala, se arrodilló frente a la morsa disecada y comenzó a jugar con el cuerpo tieso del animal.
—No, no entiendes. Ahora no te puedes quedar. Tengo muchas cosas que hacer, carajo —hincaba la uña en el pellejo del dedo gordo.
— ¿Qué se cree tu madre? ¿Qué puede hacer esto sin avisar? Como si no tuviera suficientes problemas. ¡A mí nadie me ayuda! ¡Ni siquiera las putas gracias! Oye, aquí tienes cien varos por darle de cenar todas las noches al escuincle, ¡ni eso, chinga! O por lo menos, sabes qué, yo soy fulanita, la mamá de Daniel, te doy las gracias por hacerme el paro. ¡Puta madre, todos me agarran de su pendeja!, ¡todo para allá, y nada para acá!, ¡nunca! ¡Chinguen a su madre!
Jaló el tótem que usa de perchero con tanta violencia que golpeó contra la mesa de centro haciéndola estallar. El niño sólo se encogió de hombros y siguió con lo suyo.
El departamento quedó en silencio. Sonó el teléfono. Ahí están otra vez esos putos. Dejó que sonara tres veces. Miraba a la puerta esperando que al siguiente timbrazo la derribaran. Estiró la mano y descolgó.
— ¿Bueno?
—Ya estuvo cabrona, pasado mañana, la mercancía Torreón o te carga la chingada.
Colgaron. ¡Puta madre!
—Pero tú me vas ayudar ¿verdad nene?
El pequeño asintió mientras descubría el vientre del animal para recorrer las costuras con el dedo.
—Porque tú sabes que todo cuesta ¿eh?, y cuánto hecho por ti. Y te voy a dar chance de que seas mi héroe, el que me salve de esta pinche mortificación. Tú vas a arreglarlo todo, hoy mismo. Se acabó. No tendremos más problemas. Porque con la inútil de tu madre vas a sufrir toda la vida. Pero si me ayudas, solucionamos lo tuyo y lo mío de una vez. ¿Me quieres ayudar?
El niño desató un hilo y mirando sobre su hombro afirmó.
— ¿Seguro? ¿Aunque duela un poquito?
Daniel repitió el gesto por tercera vez.
—Bueno, ven, sígueme al baño.
De camino tomó la maleta y un frasco con formol donde guardaba el feto de un lobo. Cerró la puerta con seguro. Al cabo de un minuto, salió del cuarto y se dirigió a la cocina. Allí cogió del mueble un cajón completo y regresó.

Cruza el gusano y busca sus lugares. Se sienta junto a la ventana, en los asientos frente al baño. Descubre el rostro del niño, mira sus ojos mortecinos, le soba el vientre y las costuras que van de la ingle al pecho. Lo besa y suspira. Al regreso la aguarda una nueva vida, con unos cuántos dólares, lo que le den por lástima en Torreón hasta que otro héroe la rescate de la miseria.