Thursday, March 22, 2007

Agape.

Yo no la maté.
Ese día me llamó en la noche, por ahí de las nueve.
- ¿Qué haces?, ¿pegado a las cobijas como siempre? —me dijo.
-No, llevo un rato despierto pero no me he levantado de la cama.
-¿A dónde me vas a llevar?
-¿A dónde quieres que te lleve? —le contesté.
-Primero al callejón por unos papeles.
-A lo mejor llego como a las diez y media.
-Hazle cómo quieras, siempre y cuando estés aquí antes de las once. El camello sale a dar su ronda a las doce. Empieza a moverte, maricón, que después se va a poner bueno.
-Oye… ¡Me cago en tu madre, Gigí! —eso no lo alcanzó a oír porque me colgó. Pero si no es por el encabronamiento, no me levanto.
Nos conocimos por internet hace seis años. Primero platicaba conmigo todas las noches. Después de tres meses de chatear, accedió a encontrarnos en la vida real. Entonces la conocí en serio; una mujer valiosa, no muy guapa pero inteligente, con voz de mando. Me incluyó en sus negocios al mes de que nos vimos fuera del mundo virtual. Comenzó a instruirme en todo lo relativo al secuestro expres, la extorsión telefónica y en poco tiempo hacía yo mismo las llamadas. Casi todo el dinero se lo quedaba. Nunca me dijo dónde lo escondía. Yo no tenía interés por el baro. Lo que siempre quise fue estar a su lado.
Gigí controlaba varias células. Conocía a casi todos los buenos, desde comandantes, ministeriales y matones hasta el mismo secretario delegacional. Era la mejor en el ramo. Lo más impresionante era su sencillez. No usó guaruras, ni tenía casa propia, ni coche.
Esa noche me llamó para hacer el amor y drogarnos. Le gustaba que la mordiera y le succionara la herida. La primera vez que me lo pidió no entendí porqué. Pues a nadie le gusta el dolor y menos que le quiten la vida, la sangre. Pero poco a poco le agarré gusto a la ceremonia. Era eso, una comunión. Dejaba que ella entrara en mi cuerpo, como la ostia. Dios dentro de mí, en mis venas; Gigí entre mi propia sangre y luego en el alma. Sólo que en la iglesia sí te dicen que Cristo te ama. Ella era más mística.
Después de darme un regaderazo, me preparé una lata de atún y salí con el coche. En el camino compré un seis de Tecate para tomarlo en lo que Gigí terminara de arreglarse. No había tráfico, con todo y escala hice veinte minutos. Al llegar toqué el timbre y chiflé desde la calle. Nunca se tardó en abrir, así que le pedí a Lilia, la vecina, que dejara treparme desde su patio hacia la ventana de la sala.
-Soy yo, no me vayas a pegar un plomazo.
Hablaba una vez adentró para no sorprenderla.
-Traje unas fría.
Me quité la sudadera y la puse junto con el seis sobre la mesa. Fui a la cocina porque escuché la cafetera, pero no había nadie. Estará en el baño, me dije. Pero no. De camino al cuarto, al doblar en el pasillo, encontré su cuerpo tendido en el suelo; tenía los ojos hinchados en sangre y la boca abierta como si fuera a dar un grito. Su rostro aún conservaba el miedo. Quise tocarla pero no pude moverme en un rato. Cuando me recuperé, salí corriendo. Entré en el auto y conduje hacia donde me llevó el impulso hasta que los nervios obligaron a detenerme. Aunque tenía miedo de que me inculparan no la podía dejar allí pudriéndose; ni debía permitir que aquello tan valioso se perdiera sin remedio. Yo creo que estuve media hora dentro del coche estacionado, conciliando mis emociones.
Pensé que la calle estaría de llena patrullas. No fue así. De todos modos dejé el auto a dos cuadras. La puerta del edificio estaba abierta, también la del departamento, tal como la había dejado. Cerré con llave y fui hacía el cuarto con la expectativa de toparme con el pinche asesino, pero sólo di con los restos de Gigí. Su cuerpo se tornaba azulado. Por primera vez se veía indefensa. Le apreté el cuello para ver que se sentía tener el control. Y la verdad hasta me dieron ganas de montarla; eso sí no pude. Hubiera sido otra mujer y a lo mejor me animo. Me entró una angustia insoportable. Entendí la situación, ya no me iba a responder nunca más. La perdía para siempre. Por fortuna se me ocurrió algo. La arrastré hasta el baño y la metí desnuda en la tina.
Me acordé de la Ágape, la fiesta del amor en la iglesia de Cristo; de la comunión que íbamos a tener esa noche, de la dicha que era llevarla por dentro. Corrí a la cocina. De camino escuché pasos fuera del departamento, así que coloqué la mesa contra la entrada. No podían interrumpir. Tomé un cuchillo y regresé al baño. Tocaron al timbre.
Primero pensé que cualquier parte serviría pero golpeaban desesperados; necesitaba escoger lo más efectivo. Me di cuenta enseguida: el útero, las trompas, los senos, tejido fértil. Comencé a cortar. La puerta del departamento cedió. Entraron gritando pero seguí con lo mío. Hinqué el cuchillo en el vientre sobre la pelvis cuando forzaban la puerta del baño. Después de la incisión introduje los dedos y saqué un pedazo. Lo engullí. Pero yo no la maté.

Monday, March 19, 2007

Jubilados


Después de andar por una hora, oficial y sabueso llegaron a la orilla de un acantilado.
—Hasta aquí nos trajo tu instinto. El lugar es adecuado par aun crimen: lejos de la ciudad, oscuro, frente a un despeñadero. ¡Por fin! Hace un año que no dábamos con una pista. Tanto policía patrullando las calles, toda esa propaganda de seguridad nos han quitado el trabajo. Así quién iba a necesitar un perro que predice desgracias. Un año sin asesinatos, sin suicidios, pero se acabó. ¡A la mierda con esos ignorantes que nos creían fuera del juego!, ¡hoy se muere alguien!
El can lo miró fijamente, con tristeza.
—Poco falta para que hables. No me sorprendería; un perro que olfatea crímenes antes de que sucedan y, además, habla. No estaría mal. Mañana, jubilados, ¿qué vamos hacer? Por lo menos si supieras cantar… Aunque podríamos abrir nuestro propio despacho: “Detectives privados: Winston”. Desde luego, llevaría tu nombre, al fin que eres tú quien hace la mayor parte; y con lo de hoy, ¡verás! Figuraremos de nuevo en primeras planas. Como al principio de nuestra carrera. ¿Recuerdas al niño del tinaco? Fue sonadísimo el caso; por poco lo resucitan, porque al sacarlo del agua estaba medio vivo. O aquella vez que encontraste al Inquisidor, sosteniendo los intestinos de su última víctima. Pobre jovencita. O la vez que desmantelaste la secta Titán en el momento justo en que ingirieron la cicuta.
El hombre continuó narrando con emoción, hasta el anochecer, los mejores casos donde el can hizo demostración de su maravilloso instinto.
—En fin. No entiendo que sucedió hasta hoy. Lástima que mañana nos retiramos. Por cierto, has escuchado el comentario de los otros detectives, ¿verdad? Sobre los animales que se jubilan. Sí. Dicen que lo mejor es sacrificar a los perros; que al cambiar de rutina no soportan la tristeza y mueren en depresión. Yo no creo en esos chismes. Los animales deben tener cierto grado de conciencia, pero dudo mucho que entiendan, como el hombre, cuando dejan de ser útiles. Incluso no estoy seguro de que comprendas lo que digo. No importa, además nuestra carrera dará un giro desde mañana. No te preocupes, compañero.
Avanzada la noche, un auto se acercó al acantilado. Sabueso y oficial corrieron a esconderse tras los matorrales, a un lado del mirador.
— ¡Lo sabía! A morir en batalla. Je, je. Mira qué emocionado estoy, y tú, ¿qué? Con esa cara parece que se acaba el mundo.
El auto se estacionó y apagó las luces. En el interior un joven y una chica conversaban con las ventanas cerradas.
—Esto es clásico. Primero la seduce con su labia, luego la manosea, se divierte; después, cuando ella se oponga a seguir, la violará y luego… se acabó todo para la niña. Deja anotar las placas.
El oficial sacó de su bolsillo unos binoculares.
— ¡No me jodas! ¡Esas son las placas de la hija del gobernador! Aunque mejor para nosotros. No podemos permitir que la maten. Pero mira, dejemos que la viole y luego entramos en acción. Así será más escandaloso… más publicidad, Winston, ¡publicidad!
El perro lo miró con ojos caídos durante largo rato hasta que el hombre volvió a hablar.
— ¡Carajo! Los vidrios se están empañando. ¿Cómo vamos a saber cuándo la quiera matar? Bueno, compañero, una vez más el caso es todo tuyo. Me haces una seña y entramos en acción. Pero recuerda: esta vez no la queremos muerta. No te me recargues en la pierna. Levántate. ¡Ponte listo! Y quita ese rostro de velorio que aquí nos jugamos nuestro futuro. O a caso los otros detectives tienen razón… los animales se deprimen. Anda, no querrás ir al veterinario. Eso es. Atento.
El oficial guardó los binoculares y amartilló su revólver.
—No se escapa.
Permanecieron en aquella posición una hora más. El conductor del auto prendió las luces y bajó la ventana dejando escapar del interior una nube de humo. En cuanto se disipó, los pasajeros tiraron sus cigarrillos y el carro se puso en marcha.
— Sí. Ahora viene la discusión en el camino. Y después regresarán. Sólo que uno de ellos en la cajuela. Nunca fallas; si me trajiste hasta aquí es porque huele a muerte. Ni modo. Por lo menos hay que detener al asesino. Acompáñame a ver qué dirección toman. Apresúrate. Allá van. Hacia la ciudad. Qué extraño. Deberían dirigirse al bosque; allí la mata y luego la trae al acantilado y la tira. Por algo estamos aquí, ¿verdad, Winston? Voy a pedir refuerzos. Aquí 8-4-5. Tenemos un homicidio en potencia.
—Aquí control. ¿El perro tiene algo? Cambio—. Le respondieron en la estación.
— ¡Desde luego! En el acantilado de Cerro Gordo. Cambio.
—En diez minutos estamos con ustedes. Cambio.
—Sean discretos que el asesino no ha vuelto, y me parece que la víctima es la hija del gobernador y van en su coche. Cambio.
— ¡Del gobernador! —gritaron en el radio. — ¡Tenemos que detener a ese automóvil! Mandaré de todos modos una patrulla al acantilado. Cambio y fuera.
Volvió a guardar el radio.
—Eso nos va estropear la propaganda, y nuestro último caso y nuestro despacho, y nuestra vida de detectives retirados. Winston, ¡soy un imbécil! Lo siento.
El oficial se llevó las manos al rostro y lloró un par de minutos frente al precipicio mientras su perro miraba la orilla.
—Sin trabajo, sin nada…
Una torreta iluminó el mirador de azul y rojo. La patrulla se detuvo y un policía descendió del auto con una jaula en las manos.
—Parece que tú sí tendrás un retiro digno, compañero.
El perro miró a su dueño caminar hacia el barranco, murmurando:
—Después de todo tienes razón: hoy se muere alguien.