Agape.
Yo no la maté.
Ese día me llamó en la noche, por ahí de las nueve.
- ¿Qué haces?, ¿pegado a las cobijas como siempre? —me dijo.
-No, llevo un rato despierto pero no me he levantado de la cama.
-¿A dónde me vas a llevar?
-¿A dónde quieres que te lleve? —le contesté.
Ese día me llamó en la noche, por ahí de las nueve.
- ¿Qué haces?, ¿pegado a las cobijas como siempre? —me dijo.
-No, llevo un rato despierto pero no me he levantado de la cama.
-¿A dónde me vas a llevar?
-¿A dónde quieres que te lleve? —le contesté.
-Primero al callejón por unos papeles.
-A lo mejor llego como a las diez y media.
-Hazle cómo quieras, siempre y cuando estés aquí antes de las once. El camello sale a dar su ronda a las doce. Empieza a moverte, maricón, que después se va a poner bueno.
-Oye… ¡Me cago en tu madre, Gigí! —eso no lo alcanzó a oír porque me colgó. Pero si no es por el encabronamiento, no me levanto.
Nos conocimos por internet hace seis años. Primero platicaba conmigo todas las noches. Después de tres meses de chatear, accedió a encontrarnos en la vida real. Entonces la conocí en serio; una mujer valiosa, no muy guapa pero inteligente, con voz de mando. Me incluyó en sus negocios al mes de que nos vimos fuera del mundo virtual. Comenzó a instruirme en todo lo relativo al secuestro expres, la extorsión telefónica y en poco tiempo hacía yo mismo las llamadas. Casi todo el dinero se lo quedaba. Nunca me dijo dónde lo escondía. Yo no tenía interés por el baro. Lo que siempre quise fue estar a su lado.
Gigí controlaba varias células. Conocía a casi todos los buenos, desde comandantes, ministeriales y matones hasta el mismo secretario delegacional. Era la mejor en el ramo. Lo más impresionante era su sencillez. No usó guaruras, ni tenía casa propia, ni coche.
Esa noche me llamó para hacer el amor y drogarnos. Le gustaba que la mordiera y le succionara la herida. La primera vez que me lo pidió no entendí porqué. Pues a nadie le gusta el dolor y menos que le quiten la vida, la sangre. Pero poco a poco le agarré gusto a la ceremonia. Era eso, una comunión. Dejaba que ella entrara en mi cuerpo, como la ostia. Dios dentro de mí, en mis venas; Gigí entre mi propia sangre y luego en el alma. Sólo que en la iglesia sí te dicen que Cristo te ama. Ella era más mística.
Después de darme un regaderazo, me preparé una lata de atún y salí con el coche. En el camino compré un seis de Tecate para tomarlo en lo que Gigí terminara de arreglarse. No había tráfico, con todo y escala hice veinte minutos. Al llegar toqué el timbre y chiflé desde la calle. Nunca se tardó en abrir, así que le pedí a Lilia, la vecina, que dejara treparme desde su patio hacia la ventana de la sala.
-Soy yo, no me vayas a pegar un plomazo.
Hablaba una vez adentró para no sorprenderla.
-Traje unas fría.
Me quité la sudadera y la puse junto con el seis sobre la mesa. Fui a la cocina porque escuché la cafetera, pero no había nadie. Estará en el baño, me dije. Pero no. De camino al cuarto, al doblar en el pasillo, encontré su cuerpo tendido en el suelo; tenía los ojos hinchados en sangre y la boca abierta como si fuera a dar un grito. Su rostro aún conservaba el miedo. Quise tocarla pero no pude moverme en un rato. Cuando me recuperé, salí corriendo. Entré en el auto y conduje hacia donde me llevó el impulso hasta que los nervios obligaron a detenerme. Aunque tenía miedo de que me inculparan no la podía dejar allí pudriéndose; ni debía permitir que aquello tan valioso se perdiera sin remedio. Yo creo que estuve media hora dentro del coche estacionado, conciliando mis emociones.
Pensé que la calle estaría de llena patrullas. No fue así. De todos modos dejé el auto a dos cuadras. La puerta del edificio estaba abierta, también la del departamento, tal como la había dejado. Cerré con llave y fui hacía el cuarto con la expectativa de toparme con el pinche asesino, pero sólo di con los restos de Gigí. Su cuerpo se tornaba azulado. Por primera vez se veía indefensa. Le apreté el cuello para ver que se sentía tener el control. Y la verdad hasta me dieron ganas de montarla; eso sí no pude. Hubiera sido otra mujer y a lo mejor me animo. Me entró una angustia insoportable. Entendí la situación, ya no me iba a responder nunca más. La perdía para siempre. Por fortuna se me ocurrió algo. La arrastré hasta el baño y la metí desnuda en la tina.
Me acordé de la Ágape, la fiesta del amor en la iglesia de Cristo; de la comunión que íbamos a tener esa noche, de la dicha que era llevarla por dentro. Corrí a la cocina. De camino escuché pasos fuera del departamento, así que coloqué la mesa contra la entrada. No podían interrumpir. Tomé un cuchillo y regresé al baño. Tocaron al timbre.
Primero pensé que cualquier parte serviría pero golpeaban desesperados; necesitaba escoger lo más efectivo. Me di cuenta enseguida: el útero, las trompas, los senos, tejido fértil. Comencé a cortar. La puerta del departamento cedió. Entraron gritando pero seguí con lo mío. Hinqué el cuchillo en el vientre sobre la pelvis cuando forzaban la puerta del baño. Después de la incisión introduje los dedos y saqué un pedazo. Lo engullí. Pero yo no la maté.
-A lo mejor llego como a las diez y media.
-Hazle cómo quieras, siempre y cuando estés aquí antes de las once. El camello sale a dar su ronda a las doce. Empieza a moverte, maricón, que después se va a poner bueno.
-Oye… ¡Me cago en tu madre, Gigí! —eso no lo alcanzó a oír porque me colgó. Pero si no es por el encabronamiento, no me levanto.
Nos conocimos por internet hace seis años. Primero platicaba conmigo todas las noches. Después de tres meses de chatear, accedió a encontrarnos en la vida real. Entonces la conocí en serio; una mujer valiosa, no muy guapa pero inteligente, con voz de mando. Me incluyó en sus negocios al mes de que nos vimos fuera del mundo virtual. Comenzó a instruirme en todo lo relativo al secuestro expres, la extorsión telefónica y en poco tiempo hacía yo mismo las llamadas. Casi todo el dinero se lo quedaba. Nunca me dijo dónde lo escondía. Yo no tenía interés por el baro. Lo que siempre quise fue estar a su lado.
Gigí controlaba varias células. Conocía a casi todos los buenos, desde comandantes, ministeriales y matones hasta el mismo secretario delegacional. Era la mejor en el ramo. Lo más impresionante era su sencillez. No usó guaruras, ni tenía casa propia, ni coche.
Esa noche me llamó para hacer el amor y drogarnos. Le gustaba que la mordiera y le succionara la herida. La primera vez que me lo pidió no entendí porqué. Pues a nadie le gusta el dolor y menos que le quiten la vida, la sangre. Pero poco a poco le agarré gusto a la ceremonia. Era eso, una comunión. Dejaba que ella entrara en mi cuerpo, como la ostia. Dios dentro de mí, en mis venas; Gigí entre mi propia sangre y luego en el alma. Sólo que en la iglesia sí te dicen que Cristo te ama. Ella era más mística.
Después de darme un regaderazo, me preparé una lata de atún y salí con el coche. En el camino compré un seis de Tecate para tomarlo en lo que Gigí terminara de arreglarse. No había tráfico, con todo y escala hice veinte minutos. Al llegar toqué el timbre y chiflé desde la calle. Nunca se tardó en abrir, así que le pedí a Lilia, la vecina, que dejara treparme desde su patio hacia la ventana de la sala.
-Soy yo, no me vayas a pegar un plomazo.
Hablaba una vez adentró para no sorprenderla.
-Traje unas fría.
Me quité la sudadera y la puse junto con el seis sobre la mesa. Fui a la cocina porque escuché la cafetera, pero no había nadie. Estará en el baño, me dije. Pero no. De camino al cuarto, al doblar en el pasillo, encontré su cuerpo tendido en el suelo; tenía los ojos hinchados en sangre y la boca abierta como si fuera a dar un grito. Su rostro aún conservaba el miedo. Quise tocarla pero no pude moverme en un rato. Cuando me recuperé, salí corriendo. Entré en el auto y conduje hacia donde me llevó el impulso hasta que los nervios obligaron a detenerme. Aunque tenía miedo de que me inculparan no la podía dejar allí pudriéndose; ni debía permitir que aquello tan valioso se perdiera sin remedio. Yo creo que estuve media hora dentro del coche estacionado, conciliando mis emociones.
Pensé que la calle estaría de llena patrullas. No fue así. De todos modos dejé el auto a dos cuadras. La puerta del edificio estaba abierta, también la del departamento, tal como la había dejado. Cerré con llave y fui hacía el cuarto con la expectativa de toparme con el pinche asesino, pero sólo di con los restos de Gigí. Su cuerpo se tornaba azulado. Por primera vez se veía indefensa. Le apreté el cuello para ver que se sentía tener el control. Y la verdad hasta me dieron ganas de montarla; eso sí no pude. Hubiera sido otra mujer y a lo mejor me animo. Me entró una angustia insoportable. Entendí la situación, ya no me iba a responder nunca más. La perdía para siempre. Por fortuna se me ocurrió algo. La arrastré hasta el baño y la metí desnuda en la tina.
Me acordé de la Ágape, la fiesta del amor en la iglesia de Cristo; de la comunión que íbamos a tener esa noche, de la dicha que era llevarla por dentro. Corrí a la cocina. De camino escuché pasos fuera del departamento, así que coloqué la mesa contra la entrada. No podían interrumpir. Tomé un cuchillo y regresé al baño. Tocaron al timbre.
Primero pensé que cualquier parte serviría pero golpeaban desesperados; necesitaba escoger lo más efectivo. Me di cuenta enseguida: el útero, las trompas, los senos, tejido fértil. Comencé a cortar. La puerta del departamento cedió. Entraron gritando pero seguí con lo mío. Hinqué el cuchillo en el vientre sobre la pelvis cuando forzaban la puerta del baño. Después de la incisión introduje los dedos y saqué un pedazo. Lo engullí. Pero yo no la maté.